El pronóstico del viento, las mareas en Charleston y en St. Mary's, las líneas de seguridad en cubierta, la balsa salvavidas, el bolso de emergencia, los 3 juegos de cartas que consulté... la lista parecía interminable. Algo habrá quedado olvidado y a merced de la suerte. Después de todo, mi neurosis no es perfecta.
Lista el ancla, el siguiente obstáculo era sortear la salida de la bahía de Charleston. A las 5 de la mañana en noviembre, el sol está calentando más al este. A medida que la proa se alejaba del puente, atrás quedaban las luces de la ciudad y por delante esperaban las luces del canal. Rojas a babor, verdes a estribor. Algunas titilando cada 2.5 segundos, otras cada 4. Cada luz fue observada y confirmada por los dos pares de ojos en el cockpit.
Apenas entramos al canal fuimos contactados por el controlador de tráfico en la bahía. Solo para informar que hay un buque entrando por el canal. Anos fruncidos instantáneamente. Hora de pegar la vuelta o confiar en las luces que ven nuestros ojos. Reinaron la confianza y fe en las luces y el piloto del buque. Ciento ochenta metros de acero se deslizaron por babor. Un buque chico para el standard de hoy en día. Por suerte el canal es ancho. Y el Taia continuó su trayectoria de salida.
Luces rojas y verdes quedaron a popa. Adelante se veía todo negro. Yo sentía que tocaba el cielo con las manos. Me pregunté más de una vez por qué esperé 40 años para hacer esto.
Salió el sol y el Taia avanzaba incansable. El viento brilló por su ausencia y el motor rugió 32 de las 37 horas de navegación. Las velas pasaron casi todo el tiempo desplegadas, la de proa para ayudar al motor y la mayor cazada en la linea de crujía para amortiguar el rolido.
Junto con el sol vinieron los delfines a jugar en la proa. Y otra vez me pregunté por qué esperé tanto para izar velas en el océano. Vinieron de a uno, de a dos, tres o cuatro. Se acercan al barco y bailan alrededor de la ola de proa. Parece que el barco los invitara a jugar y ellos aceptan con una sonrisa. Juegan unos minutos, nadando de lado a lado, rompiendo la superficie para resoplar, y así como vienen desaparecen.
Con solo dos tripulantes capaces de llevar el barco, tuvimos que hacer guardias. Estar solo en el cockpit mirando la oscuridad a proa, buscar luces moviendose en el horizonte, controlar el rumbo, las velas, pensar, observar. Qué placer! Qué actividad tan íntima con el océano y con el barco! El cansancio se hizo presente, por supuesto, pero solo para agregar un ángulo interesante al arte de navegar.
Tiramos el ancla en Cumberland Island, Georgia, hoy a las 10 de la mañana. Todo salió bien porque lo planeamos detalladamente y porque tuvimos suerte.
Me cuesta describir la escena sin caer en cliches trillados. Para mí fue grandioso. Y lo quiero repetir. Esta fue una travesía corta, pero la voy a recordar siempre.
Sirenas no escuchamos. Tampoco las vimos. Por suerte!
(Prometo fotos cuando tengamos una conexión a internet más consistente.)
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