Primera Impresión
Haití es un país pobre. El más pobre de las Américas, según recuerdo haber leído alguna vez. Ya he visitado otros países pobres anteriormente, principalmente en el Caribe. También –y hace ya muchos años– visité el Chocó, el más pobre de los departamentos de Colombia. Mi expectativa con respecto a Haití era que iba a visitar otro país pobre, ni más ni menos. Qué fácil resulta hablar con levedad sobre las carencias ajenas!
Hoy pasé mi primer día en Ile-à-Vache, una pequeña isla al sur de la península sur de Haití. Según tengo entendido, las comunidades en Ile-à-Vache son socialmente más sanas que las del Haití de Hispaniola: aquí el crimen es prácticamente inexistente y la sociedad, aunque no pujante ni particularmente desarrollada en ningún sentido, subsiste con algún grado de felicidad y tranquilidad. Pues bien, me encontré con gente que, al menos en la superficie, tiene todo el aspecto de ser feliz. Creo que viven sin miedo a la violencia o al crimen desmedido. De hecho, exhiben sonrisas enormes, llenas de dientes blancos y saludables. No vi anorexia ni obesidad, sino más bien cuerpos sanos, fibrosos, fornidos, cuerpos que son usados mucho más allá del interminable digitar de gestos en pantallitas de celulares o controles remoto.
Con el ancla colgando torpemente de la proa, el Taia se acercó a la bahía para agarrarse al fondo después de 70 horas de navegación en el Caribe. En el medio de esa maniobra, que requiere comunicación constante entre el timonel y el marinero operando el malacate del ancla, se acercaron varias canoas para ofrecer servicios y frutas y cualquier cosa que “el capitán” y su tripulación requieran. Pero éstas no eran canoas de fibra de vidrio compradas en el Wal-Mart local (que por algún designio de fortuna –o no, dependiendo de la perspectiva que uno tome– no existe). Tampoco son canoas de plástico reflotadas y parchadas docenas de veces. Estas canoas son fabricadas de troncos. El proceso es simple: encontrar un tronco relativamente recto de unos 50 cm de diámetro y 2 metros de largo, cortarlo longitudinalmente y finalmente escarbar su interior para dejar como resultado un casco alargado. ¿Y qué hay de los remos, esos que ya rara vez son de la tradicional madera? Usan ramas de palmera. Algunos tienen remos de aluminio y plástico que habrán encontrado o algún otro barco transeúnte como el Taia habrá donado.
Y mientras el marinero tiraba ancla y cadena, 4 o 5 canoas, sus tripulantes fuertemente aferrados al Taia, trataban de comunicarse con dicho marinero en una mezcla de Francés, Kreol, Inglés y Español. Imaginen la escena: hace 3 noches que uno viene durmiendo poco y en intervalos de 3 horas. Uno está cansado. Hambriento también, porque se tuvo que saltear la cena de la noche anterior gracias a una tormenta de viento que se desató sin invitación alguna. ¿Pero cómo reaccionar mal ante tanta sonrisa? ¿Cómo desalentar el espíritu empresarial de esta gente que a duras penas tiene harapos para cubrirse? Devolví sonrisas, repetí merci, thank you y gracias incontables veces, y prometí escucharlos a todos después de anclar, comer y dormir. En ese orden.
La mañana entera fue una procesión de canoas y botecitos, todos portando ofertas de servicios y vituallas. Y mi propia mezquindad poco a poco empezó a mostrarse. Después de horas de recibir canoa tras canoa, el tema se puso, en una palabra, denso. Vienen sonrientes y llenos de saludos, todos ofreciendo exactamente lo mismo, en su mayoría cosas que no necesito. Ante la negativa, se quedan agarrados al Taia mirando. No hablan. Tan sólo miran. Si los miro, sonríen. Si me voy para adentro del barco, esperan a que vuelva a salir.
La mezquindad aumenta su presencia. Comienzo a recordar la cantidad de veces que les he machacado a mis hijos que no hay que alimentar a los animales salvajes. Pero estos son seres humanos, son personas! ¿Habrán aprendido que con su insistente presencia, los ricos que venimos en barco invariablemente terminamos dándoles algo? Creo que sí, ese es exactamente el fenómeno que termino alimentando. He regalado cabos, una pelota de fútbol, un poco de leche, chocolates y caramelos. Tal vez debería pagarles para que hagan algún trabajito en el barco. Por ejemplo, ofrecen pulir el acero inoxidable. Pero claro, no tienen ningún tipo de material con qué hacerlo. Entonces recae sobre mi el tener abordo el líquido para pulir metales y los trapos requeridos. Y también deberé supervisar el trabajo. Sinceramente, egoístamente, no tengo ganas.
Por la tarde decidimos ir a ver el pueblo, Caille Coq. Mientras íbamos en el gomón buscando un lugar a donde dejarlo amarrado, dos locales nos seguían, uno en canoa y otro en un botecito. Finalmente aceptamos la realidad de que movernos sin la compañía de un guía sería imposible. Aceptamos los servicios de Jasmin, un veinteañero de facciones más que agradables a la vista con una risa potente y contagiosa. Nos llevó en una caminata hacia una playa linda en la que hay un hotel. El principio de la caminata fue a través del pueblo, que más que pueblo es una aldea. El shock cultural continuó ensanchándose a medida que caminábamos por senderos enfangados entre casitas destartaladas habitadas por gente que nos seguía con ojos curiosos. Ante nuestro tímido bonjour respondían con una sonrisa y otro bonjour, o con un salut, ça va? La calidez humana es indiscutible. Lamentablemente esa calidez no hace nada para contrarrestar la desdichada ausencia de educación.
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Caminando en Caille Coq con nuestro guía, Jasmin |
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Caille Coq y las obligatorias torres celulares |
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Veleros tradicionales haitianos |
La aldea no tiene electricidad, mucho menos agua corriente o cloacas. No sólo eso, sino que también hay agua estancada por doquier. Con cada lluvia, más agua se acumula para aumentar el hedor ofensivo en el que viven. ¿Y los mosquitos? Coexisten felizmente con los humanos. Y se reproducen con alarmante facilidad. Lo mismo puede decirse de cabras, perros y gallinas. Sumada al barro y los charcos y el olor y los animales sueltos, hay basura plástica por todos lados.
Hace unos días, leyendo sobre Haití, encontré que alguien escribió que el tiempo se ha detenido en este país. Esa es una triste falacia. Lo que se ha detenido es el desarrollo social. Hay muchos celulares, que imagino recargan con el puñado de paneles solares que vi esparcidos por la aldea. El plástico descartado es tan abundante como el barro. La gente habita con nociones y deseos de la tecnología que mucho del resto de la humanidad da por sentada. Eso no es que el tiempo se ha detenido. Es que esta sociedad ha sido y continúa siendo arrastrada por sociedades más desarrolladas. El burro hambriento en el fango coexiste con el celular.
Vine a Haití con curiosidad y con el propósito de ayudar a la
Good Samaritan Foundation of Haiti. Llenamos el Taia de útiles escolares, ropa, aletas, máscaras, libros, y cualquier otra cosa que cupiera y pueda mejorar, aunque sólo marginalmente, la vida de la gente de Ile-à-Vache.
Veni, vidi, me espanté y horroricé, pero también conocí más íntimamente el espíritu humano. Subsistimos, sobrevivimos, hasta crecemos y nos reproducimos, en todo tipo de condiciones. Aquí nadie pasa hambre ni frío, y la ausencia de miedo a la violencia y a la injusticia entre pares son suficientes para que una comunidad exista indefinidamente. Si pudiera agregar el ingrediente educativo, esta comunidad sería completamente distinta.
Esa es la primera impresión que tuve en mi primer día en Haití.
Segunda Impresión
En el segundo día hicimos una larga caminata por Ile-à-Vache, siempre guiados por Jasmin, atravesando 4 o 5 aldeas y culminando en Madame Bernard, tal vez la aldea más grande de la isla. En Madame Bernard hay un mercado abierto 2 veces por semana. Hoy había mercado.
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Remando el bote de Jasmin |
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Caminata de Caille Coq a Madame Bernard |
La caminata de casi 2 horas por un sendero que alternaba entre prado, barro y playa, nos mostró más de la vida en esta isla. Vimos mujeres cargando baldes de agua en la cabeza, gente yendo y viniendo, en su mayoría descalzos, algunos cargando cosas para el mercado, otros sobre burros o motos. En una de las aldeas, ubicada en una hermosa playa, vimos a dos carpinteros trabajando en la construcción de uno de los tradicionales veleros que aun hoy se usan para la pesca y el transporte de pasajeros y mercadería.
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Carpintero construyendo el tradicional velero haitiano |
Cuando llegamos a Madame Bernard nos recibió una pestilencia desagradable. No es el tradicional olor a basurero, sino el olor a agua estancada mezclada con pescado muerto y humanidad olvidada. En el mercado, con puestitos que estructuralmente apenas superan a una mesa o una simple lona esparcida sobre el fango, se vende un poco de todo para la subsistencia de los locales. Había ropa, nueva y usada, calzado, mucho arroz, polenta, gallinas (de las que caminan solas y también de la variedad que tiene el pescuezo roto), pescado seco, fruta, etc. Mucha gente. Mucha gente descalza. Mucho barro. Perros raquíticos y burros vencidos merodean, algunos atados, otros sueltos. Alrededor del mercado había casuchas de ladrillo y chozas de lona.
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Primera vista de Madame Bernard |
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Entrando a Madame Bernard |
Al costado del mundanal y ruidoso mercado, hay un galpón con piso de cemento y decenas de puestitos uniformes, la tradicional estructura para contener un mercado como el que tristemente se monta sobre el fango. Le pregunté a Jasmin por qué ese edificio está vacío. La respuesta parece un chiste de mal gusto. El gobierno, con sabiduría y entendimiento cardinales, construyó esa estructura para que la gente pudiera tener un mercado bajo techo, no afectado por la lluvia. Excelente decisión. Pero, ¿por qué no lo usan? La respuesta es simple: el gobierno impone tarifas a los comerciantes para que lo puedan usar. Los comerciantes obviamente no ven la necesidad de pagar tarifas cuando pueden seguir operando gratis bajo el cielo. [Nota del editor: Otra fuente nos dijo que el gobierno no cobra ninguna tarifa y que la gente simplemente se niega a usar el nuevo espacio construido especialmente con ese propósito.]
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Estacionamiento de burros al costado del mercado |
Traté de mantener la sonrisa y de mostrarme amigable mientras la tristeza y desilusión me invadían. Pobre gente!
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Madame Bernard y su mercado |
Nos alejamos del mercado en dirección al orfanato que comenzó y administra la Hermana Flora, una diminuta canadiense de Quebec que lleva más de una veintena de años viviendo en Haití. La conocimos pero lamentablemente ella no habla inglés y nuestro francés es algo más que limitado. Brevemente nos contó, a través de Jasmin, sobre el orfanato, escuela y hospital que día a día, con mucho esfuerzo y dedicación, trata de extirpar la pobreza intelectual de la económica. Admirable mujer.
Releo lo que he escrito y me doy cuenta de lo lúgubre que suena. Por eso siento la necesidad de repetir y enfatizar la aparente felicidad de la gente, la tranquilidad con la que viven. La alimentación y el techo, esas necesidades físicas básicas, las tienen. El amor, tanto de la familia como del resto de la comunidad, también parece estar presente. Son honestos y respetuosos de los demás, como demuestra la manera en la que tratan de hacer plata ofreciendo algo a cambio. Después de la desconfianza inicial en nuestra llegada, hemos empezado a sentirnos más cómodos y la paranoia del principio ha sido reemplazada con amistades superficiales.
Mañana iremos a la escuela de la
Good Samaritan Foundation para entregar todas las cosas que trajimos para ellos. Nos van a mostrar la escuela y la tierra que han separado para cultivar frutas y vegetales.
Haití es un país pobre. Su gente es buena. Con un poco de ayuda externa esta gente buena puede educarse y pasar de la subsistencia a una vida más cómoda y sostenible.